2 de agosto de 2010

Uno nada más





Quiero un domingo de esos en los que tengo 8 años y dormí en casa de mi abuela. Abrir los ojos antes que todos y tratar de no hacer ruido para no despertarlos. Esperar ansiosa hasta que sus pasos lentos arrastrando los pies anuncien el rostro sonriente en la puerta: Cahueta, ¿quieres café?  y saltar de la cama diciendo que sí.

Lavarme los dientes  y llegar a la mesa dónde me espera sentado junto a   J    mientras termina de prepararnos café. Darle un abrazo  y el beso en la frente. (esa frente salada que no pude besar por última vez)

Mi abuela aún dormida, las tías  también. Nosotros tres, cómplices de domingo en pijamas, con  barbacoa y café. Ganarle a J las caricaturas en el periódico y observar a mi abuelo acomodarse los lentes mientras hojea una sección.

 Escuchar que me llama: Pily  y correr a su cuarto para  enseñarme alguna imagen en la tv de animales o algo que él pensara me podría interesar.

Ver que se peina y se perfuma para salir y preguntarle ¿a dónde vas? para obtener la misma respuesta que me hacía pensar en que seguía siendo un conquistador: A ver a Pancha, mi novia. Advertirle que le contaría a mi abuela y él, sonriente decir que ya lo sabía.

Pasar la tarde con J   jugando a las muñecas, a que somos cantantes, a disfrazarnos y usar los zapatos rojos de su mamá. 

Recibir al resto de los primos que llenaban la casa, las peleas por juguetes, los tíos y las risas. La mesa servida, las voces de todos saliéndose por las ventanas. Olor a domingo de tortillas de harina, especialidad de mi abuela. Comida y familia. La casa respira: Plenitud.

 
Luego la noche y la hora de irse. Tener la certeza de que vas a regresar.